Nos llegó la tarde
Cuando nací la Capital apenas
sobrepasaba los 150 mil habitantes y estos se concentraban básicamente en la
vieja ciudad edificada por Nicolás de Ovando, aunque más allá de sus murallas
circundantes ya se levantaban urbanizaciones, como Ciudad Nueva, al sur del
cementerio de la hoy avenida Independencia; San Carlos, un asentamiento de
canarios de la época colonial, ubicado al norte del hoy parque Independencia;
San Lázaro, San Miguel y Villa Francisca, en el norte franco; y Gascue, en el
Oeste, donde se asentaban contadas residencias de familias acomodadas.
Ya para 1950, y especialmente con la construcción en 1955 de la Feria de la Paz
y Confraternidad del Mundo Libre, levantada por el Tirano para festejar sus
veinticinco años en el poder, el oeste de la ciudad de Santo Domingo se
expandió con numerosas urbanizaciones que en residencias individuales alojaron
hogares de clase media alta, aunque en las cercanías de la llamada Feria
comenzaron a poblarse de personas de ingresos limitados.
Aun con este crecimiento geográfico, Santo Domingo no alcanzaba al terminar el
decenio de los 50 los 300 mil habitantes, y su pulsión y dinamismo seguían
centrados en las vetustas calles y viviendas de mampostería de la Ciudad
Colonial. Dentro de sus murallas se desarrollaba la vida diaria de la
población.
Allí se ubicaban oficinas importantes del gobierno (Rentas Internas, Cédula de
Identidad, Lotería Nacional, Correos), los principales establecimientos
comerciales: tiendas de ropa, calzados, lencerías, joyerías; cafés, bares y
restaurantes; despachos de abogados y consultorios médicos; las oficinas
principales de las instituciones bancarias (Banco de Reservas, Royal Bank, Nova
Scotia); las salas de cine (Olimpia, Rialto, Santomé, Leonor); colegios
privados y escuelas públicas; líneas de vehículos para transporte de pasajeros
al interior del país; y hasta la cárcel en la Fortaleza Ozama, cuando aún no se
había construido La Victoria.
En esa ciudad viví mi infancia y adolescencia. Era una urbe sosegada y
tranquila, y me atrevería a decir que era una ciudad pueblerina, con moradores
que sincronizaban su vida diaria con los ululares de las sirenas cotidianas del
Cuerpo de Bomberos, que caminaban parsimoniosamente hacia sus oficinas, con
vecinos que se conocían, se frecuentaban y corregían las travesuras de los
pequeños. Una sociedad mojigata, con exagerados escrúpulos morales, con
prohombres que se ganaban el respeto y la admiración de sus conciudadanos, pero
también con santurrones calificados como hipócritas en los mentideros de las
beatas.
Una ciudad segura, pero la seguridad impuesta por una tiranía implacable, que
no permitía opiniones disidentes. La vida de aquella ciudad misteriosa por sus
secretos, pero a la vez atractiva por sus encantos, transcurría en plena
monotonía, sin voces que contrariaran al régimen, con una narrativa uniforme
asegurada por la prensa y la radio al servicio del Déspota, sin que nadie osase
expresar una crítica, ni siquiera en los círculos de sus amigos. Y en un hogar
de desafectos, como el mío, la angustia de cada día por el temor de que el
padre desapareciera, fuera apresado o sufriera un aparente accidente. La
zozobra permanente en la conversación por miedo a que cualquier palabra pudiera
ser mal interpretada, el nerviosismo al escuchar la radio extranjera ante la
incertidumbre de que algún vecino pudiera denunciarlo, y el agobio por el acoso
económico a que era sometido el que no se doblegaba.
Pero si fui testigo de los crímenes y atropellos que sufrió el país bajo la
brutal tiranía, también lo fui de un pueblo lanzado a las calles reclamando
libertad. La vida me permitió conocer de primera mano la liquidación de la
tiranía, después de treinta y un años de opresión brutal; la lucha de un pueblo
en las calles por escoger sin cortapisas su primer gobierno en libertad; el
egoísmo de una oligarquía y la incomprensión tozuda de una jerarquía
eclesiástica que pusieron en jaque al primer gobierno de la democracia; el
combate aguerrido por la soberanía de una Patria intervenida; los desgarres y
sufrimientos por la consolidación de la democracia, la consecución plena de la
libertad y, finalmente, el crecimiento económico de los últimos cincuenta años.
Hoy, la capital de la República es una gran urbe, con una población que alcanza
los cuatro millones en lo que ha pasado a denominarse el Gran Santo Domingo,
con metro para desplazarse, tapones infernales, y una vida agitada que
concentra sus actividades comerciales y lúdicas en el polígono del noroeste. El
país ya es catalogado como un país de renta media alta, y su sociedad ha
cambiado, con nuevos hábitos y costumbres, imbricada en la globalización, con
las virtudes y los vicios que depara el mundo digital. Hemos progresado, y
aunque sintamos nostalgia por el pasado, los adelantos de hoy nos hacen más
fácil y placentera la vida.
Estas reflexiones de un caminante de larga trayectoria, a propósito de cumplir
mañana, 14 de junio un nuevo año. ¿Cuántos? Solo sé que nací el año que los
nazis ocuparon París. Mientras tanto, lo celebraré con un buen trago de ron
añejo en las manos y recitando el bello poema de Mario Benedetti, cuyos
primeros versos dicen: “Aquí no hay viejos/solo, nos llegó la tarde”.
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